jueves, 8 de abril de 2010

Capítulo 1: Arriba de la combi

Por Teresita

La Volskwagen Combi resiste los embates del camino a paso seguro, esquivando grietas y subiendo empinadas cuestas, sin que el peso del equipaje amarrado sobre su lomo logre detenerla. Tiene más de diez años de vida y decenas de viajes a cuestas, experiencia suficiente para sortear desvíos, cortes de camino, y llegar sin contratiempos a destino. Las largas horas de pavimento, ripio y baches llegan a su fin cuando se observa a un costado de la vía el anuncio de Bienvenido a Cobquecura.

A nuestro alrededor un pueblo patrimonial ajado por la fuerza de la naturaleza, siglos de historia destruida, casas de escritores y célebres personajes en el suelo. El adobe descansa en las veredas, esperando que alguien lo expulse definitivamente de una localidad donde ya no es bien recibido, como si fuera el culpable de una desgracia que tiene al patrimonio entre la vida y la muerte.

Más arriba, el cerro El Calvario observa incólume el panorama. Desde su cumbre se puede apreciar la geografía de Cobquecura en plenitud: mar, cerros y verdes planicies configuran un paisaje idílico que desde allí esconde los vestigios de la destrucción. Ese lugar, que en el pasado fue un internado jesuita, hoy se ha convertido en el refugio para decenas de habitantes, quienes en la altura, lejos del mar, se sienten seguros de las constantes réplicas y de los rugidos de las olas, que con su bravura aumentan el temor por un eventual tsunami que el 27 de febrero no llegó.

Los principales protagonistas de ese improvisado campamento de carpas y mediaguas en la altura de El Calvario, son los niños y las niñas que desde el día del terremoto le han dado vida a ese lugar abandonado. Entre la tierra que se esparce por doquier, los bosques de eucaliptos y las plantaciones de papas, ellos juegan con entusiasmo. Es tal la alegría que entregan que resulta difícil creer que muchos de ellos perdieron sus casas, o acompañan a sus padres hasta que el miedo disminuya y así puedan bajar nuevamente a su hogar.

Y es a esa realidad que llegamos aquel lunes 22 de marzo por la tarde. Nuestras carpas, energía y entusiasmo se instalaron rápidamente en un rincón del campamento, donde hace unos días tres de nuestros amigos ya habían formado ese verdadero hogar en la naturaleza. Los palitos que gentilmente don Rosen dejara -y otros tantos que nosotros buscáramos-, servirían para hacer diariamente el fuego y así calentarnos y cocinar. El agua del estanque sería hervida; y la de la vertiente que corría por la casa de la señora Marcela serviría para aplacar la sed. La naturaleza pronto se convertiría en nuestro baño, y las botellas con agua hervida, en algunos casos, serían la ducha.


Así, disfrutando del contacto directo con la naturaleza y de la vida en comunidad, nos establecimos durante dos semanas en el Calvario. 14 días para acompañar, participar y entregar cariño. Y 14 días para aprender, escuchar y recibir inyecciones diarias de alegría.

Continuará....



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